Se ha ocultado, consciente y  culpablemente, a las nuevas generaciones  de la postdictadura que el pueblo  español llevaba luchando un siglo y  medio por alcanzar una República  democrática, igualitaria y justa. Y  que, cada vez que parecía haberlo  conseguido, sus pretensiones fueron  destruidas manu militari por la violencia de  las armas. Muchos  sufrimientos y una atroz guerra nos proporcionaron los  enemigos de todo  progreso: el ejército monárquico y franquista, los grandes  consorcios  industriales y la banca, en colaboración con los latifundistas del  sur y  del oeste, con la bendición de la Iglesia católica.
De ese túnel de  miseria, represión y miedo en que estuvimos metidos  durante 40 años, salimos muy  lenta y violentamente. En los años  ochenta, la Universidad de Yale (EEUU) me  pidió un artículo sobre la  violencia en los años de la Transición y, a pesar de  mis limitadas  fuentes de información, obtuve la cifra de 280 personas  pertenecientes a  grupos de izquierda asesinadas por las fuerzas de la  ultraderecha.  Últimamente, las indagaciones más completas elevan el número a más  de  500, como se demuestra en una investigación reciente. Ya es hora de  desmentir  la falsedad más repetida y publicitada por todos los  estamentos del poder de que  la Transición política española se realizó  en una calma paradisíaca. Nicolás  Sartorius y Alberto Sabio, en su  libro El final de la dictadura, explican que en  un solo año se  produjeron, nada más y nada menos, 14.000 huelgas y se celebraron  miles  de asambleas y manifestaciones de todos los estamentos sociales,   convocadas por las organizaciones obreras, vecinales, estudiantiles,  feministas.  Fueron asesinados, por diversas facciones y sicarios  fascistas, un alto número  de activistas sindicales, comunistas,  anarquistas, nacionalistas, en las calles,  en los despachos de  abogados, en las comisarías y en las cárceles.
Durante  casi siete años –desde la muerte de Franco hasta el golpe del  23-F– todos los  medios de comunicación alertaron de las conspiraciones  del ejército con la  conocida frase de que se escuchaba “ruido de  sables” en los cuarteles. Todavía  en octubre de 1982, en vísperas de  las elecciones que le dieron el triunfo al  PSOE, se descubrió una nueva  conjura militar. Recuerdo cómo Miguel Núñez,  miembro del comité  ejecutivo del Partido Comunista y diputado en las Cortes, al  regresar a  Barcelona después de cada semana parlamentaria, intentaba  justificarse  ante los militantes impacientes y disgustados con la complicidad  del  partido con la monarquía y la derecha con el argumento de que los  militares  estaban nuevamente organizándose para “dar el golpe”.
Este fue el verdadero  clima de la sociedad y de la política española en  el que se impuso la monarquía,  y no la plácida situación que se ha  descrito desde todas las instancias  dominantes: poder político, medios  de comunicación, historiadores. Mediante una  Constitución redactada por  una mayoría de representantes de la derecha y la  extrema derecha, y  dos diputados del PSOE y del Partido Comunista que habían  abandonado  sus reivindicaciones republicanas. Esa Constitución se votó por el   pueblo en un clima de amenazas constantes y de vivo recuerdo de los  horrores de  la Guerra Civil y de la dictadura. El plebiscito de la  monarquía es, por tanto,  inválido, porque fue convocado en unas  circunstancias de permanente coacción, de  modo que esa generación de  los años setenta responsable de lo ocurrido no puede  obligar a sus  descendientes a heredar las consecuencias de su actuación.
Lidia Falcón es periodista y escritora
Ilustración de Mikel Casal
PBUBLICAT AL DIARI PÚBLICO: http://www.publico.es/
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